domingo, 15 de mayo de 2011

Vacaciones en el Caribe (cuento)


Con la primera lluvia de abril, ella le llevó sopaipillas. Iban calentitas, envueltas en papel café.  En la otra mano llevaba un tazón, un termo con mate bien dulce y un paraguas.

Se sentó junto a él y comió la primera sopaipilla. No dijo nada hasta la tercera. Después habló ininterrumpidamente, apenas dejando tiempo para respirar y sorber el mate. Le contó que vivía sola hacía tres años, que tenía una jefa engreída y que quería bajar de peso.

-        De todas formas, mis amigas me dicen que me vería linda con el pelo colorín, ¿Tú qué piensas? Me acuerdo que una vez me eché un producto que…

Él la miraba de reojo, sin entender mucho su presencia y esa intempestiva confesión de ideas. Había salido a tomar aire, abrumado por las deudas, pero esa mujer charlatana no lo dejaba pensar. Con disimulo tomó un par de sopaipillas. Eran su derecho por escuchar tanto sin sentido. Cuando se acabaron se levantó y caminó rápido a casa. Apenas alcanzó a cerrar la puerta antes de que ella entrara. Ese día se quedó dormido escuchando el murmullo sordo de la mujer que hablaba afuera.

Meses más tarde la vio en el supermercado. Durante su ausencia su aroma y sonrisa habían vuelto como un fantasma, pero temiendo no poder contener su monólogo, se escondió detrás de unos tomates a observarla. Un largo mechón de pelo castaño le caía sobre la mejilla pecosa y vestía una ajustada polera a tiritas. ¡Se veía tan hermosa!

-        ¡Hola! ¿Te acuerdas de mí? Somos vecinos, nos conocimos un día de lluvia, yo llevaba un paraguas y tú…

Ésta vez él escuchó gran parte de lo que ella tenía que decir y así se enteró de que ese día de abril, su novio la había abandonado. Ahora entendía su historia y le parecía casi comprensible ese ataque léxico frente a un extraño. Cuando ella terminó de rememorar el episodio ya estaban en su casa, habían almorzado y tomado once. Oscurecía cuando ella finalmente quedó en silencio. Nerviosa, se mordió el labio inferior, se encogió de hombros y le sonrió. Conmovido por la magia que provocaba en ella la ausencia de palabras, la besó.

Al día siguiente, ella lo esperó con rosas y sin demasiados preámbulos se volvieron amantes y luego convivientes. Ella sentía una necesidad imperiosa de comentar sobre lo que veían en la televisión, lo que opinaba de los vecinos, lo que faltaba en la despensa, las tareas pendientes en el hogar y hasta lo que esperaba que él le regalara para el cumpleaños. Él la deseaba cuando se callaba. Pero también terminó acostumbrándose a que verbalizara cada acción y pensamiento. A veces incluso se sentía halagado.



Los problemas comenzaron el día en que él llegó tarde. Ella lo hizo partícipe de cada maquiavélico plan que él podría haber urdido para juntarse con supuestas amantes o incluso para no tener que volver donde ella. Como jamás había logrado callarla, ni siquiera hizo el intento y ella, indignada por la falta de explicaciones, siguió tejiendo fantasías verbales cada vez más complicadas. Al cabo de unos meses dedicaba el día entero a describir el infierno en el que vivía debido a sus mentiras. Hablaba incluso dormida.

Él intentó razonar con ella, pero ya era demasiado tarde. Se perdía en los resquicios de la realidad y su propia memoria lo traicionaba. Su mujer se había transformado en un cacareo constante e incontenible. Sentía deseos de matarla, de arrancarle con las manos el último grito que la llevaría irremediablemente al silencio. Pero aún la amaba y no se atrevía a enfrentar el vacío de perderla.

 Decidió atarla en el sótano, pero en las noches aún la podía escuchar, enceguecida por su amargura y ánimo de venganza. Conmovido y sintiéndose en parte responsable por la situación, decidió construirle un casco a prueba de sonidos. Trabajó durante semanas. Cuando estuvo listo, compró pintura rosada y lo decoró con mensajes de amor.

Se lo entregó envuelto en papel de regalo y él mismo se lo ajustó a la cabeza. Para demostrarle que a pesar de todo aún la amaba, le compró flores plásticas y chucherías. Con ternura le quitaba el casco en las mañanas y noches para alimentarla, pero en su desesperación por hablar se atoraba y casi no tragaba. Habló tanto silenciada a través de su muro portátil a que la garganta le empezó a sangrar.

Quizás murió por una complicación de esos desgarros o por falta de nutrientes. Cuando la encontró parecía dormida, pero al quitarle el casco no escuchó nada. Primero se alegró. Después y con nostalgia le puso su mejor vestido y la sentó en la mesa del comedor para que lo acompañara mientras tomaba desayuno.

Fue feliz y vivió tranquilo hasta que los vecinos empezaron a preguntar por su mujer. En honor a su memoria inventó las mejores historias: viajes al Caribe, visitas a la familia y hasta clases de flamenco. Y para disimular bien, él mismo se compró tacones para que los vecinos tuvieran el placer de sentir sus pasos. Cada vez que alguien le preguntaba por ella hilaba una y otra historia, pasando de la tristeza a la euforia y perdiéndose en sus propias palabras.

La última vez que lo vieron llevaba tacones y lápiz labial. Se había robado un carro de supermercado en donde tenía apiladas varias maletas grandes y hablaba sin descanso de unas vacaciones que se tomaría con su mujer en el Caribe.

2 comentarios:

Tita la mas bonita dijo...

Pues ven a mi caribe y escribes otro cuento,con mas aventuras con el mar caribe!

Un Besito marino

ludobit dijo...

por un instante temi que fuera otra tipica historia romantica, que bueno que no haya sido asi. es una historia romantica pero mas retorcida y por eso me gusto mucho. felicidades.
p.d: te invito a pasar por mi blog

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